Soñar… Soñar es una hermosa palabra polisémica que evoca diversos significados. Según la propia RAE, soñar significa “imaginar cosas o sucesos que se perciben como reales mientras se duerme”, o “imaginar, generalmente con placer, una cosa que es improbable que suceda, que difiere notablemente de la realidad existente o que sólo existe en la mente, pero que pese a ello se persigue o se anhela”.
He de reconocer que desde muy pequeño siempre soñé despierto. Pero que nunca, ni tan siquiera en el mejor de los sueños que pude llegar a construir, me imaginé escribiendo una novela y mucho menos que ésta fuese publicada y que a la postre obtuviese tan buena acogida. Muchas gracias. Quiero daros las gracias a todos, en especial al pilar de mi vida, a mi esposa, mis hijos y mi padre, pues sin ellos no soy nada, a mis grandes amigos Mirian, Marcos y Juan, a Simón, Marecita, Piluki, Patricio, Estela, y a todos y cada uno de los que habéis apostado por mí, me habéis dado la oportunidad y me habéis leído. Ahora también os digo que, si llegasteis a disfrutar con la lectura de la Leyenda, esto no ha hecho más que comenzar.
Vayamos al grano.
En contra de lo que pueda parecer, esta entrada no es sólo para agradeceros el que me dediquéis vuestro tiempo. En absoluto. También es para hablaros de los sueños. Pues también soy de los que suelen soñar mientras duerme. Y que estos sueños, muchas veces, provocan el que me ponga a escribir sobre las imágenes que he “vivido” en ese estado de duermevela. Manías mías.
Uno no es capaz de soñar lo que quiere. Y no siempre el carácter de esos sueños es afable. Si por mí fuera, soñaría siempre que estoy en Abalonst; que me paseo por su blancas e impolutas calles de mármol; que soy un agraciado al cual el anciano Yase regala la narración de una de sus historia; que me contagio del optimismo y de la valentía de Allegra; que recorro la Creación en compañía de Narmo y me enfrento en un torneo de guerreros al legendario Campeón Zurvan; que me pierdo en los ojos de Nana; que soy amigo de Galdón; que formo parte del ejército del mariscal Desmond; que me embriago de la belleza de Lunaira o que hablo con Tom de cómo lo he creado…pues Tom, de todos, sería el único que me comprendería.
Y si afirmo con tal rotundidad que siempre soñaría con Abalonst, es porque sé lo que digo. Puesto que han sido varias las ocasiones en las que, durmiendo (arrastrado por las musas o vete tú a saber qué), me he sumergido en el fantástico mundo al que he dado forma en la “La Leyenda de…”, en mi Creación. Y siempre que lo hago, la felicidad obtenida por ello es máxima e indescriptible.
Puede que esto no os importe, que os traiga al pairo el cómo pueda sentirme cuando “sueño con Abalonst”. Pero tranquilos, todo viene a cuento. Ya que esta entrada es para introduciros en el capítulo que os dejaré a continuación. Un capítulo surgido de un sueño que sirve para celebrar que cada vez estamos más cerca de que se haga realidad el mayor de mis sueños: El de que lleguéis a disfrutar con la lectura de la saga que estoy escribiendo.
Así que, sin más dilación, para celebrar que he terminado de escribir la segunda parte de la Leyenda, os dejo con un capítulo exclusivo que no pude incluir entre las páginas del libro por culpa de Yase. Al anciano, no le interesó narrarles esta historia al Gran Rey Thelmes y a su hijo el príncipe Corín por una razón. Pero como diría el gran Michael Ende, o como suele decir el propio Yase en repetidas ocasiones…. «esa es otra historia que deberá ser narrada en otra ocasión».

UNA ESPECIE DE SUEÑO

 

El murmullo del agua al correr entre las numerosas piedras, se acompasaba con el sonido que generaban las telas al ser frotadas contra sí mientras las tres mujeres entonaban una melodía con alegre cantar. Imelda, Irís y la joven Lunaira, lavaban la ropa en un empedrado y despoblado margen del río Oluye a su paso por Orgaz, a pies de la montaña Morna y a una jornada de la esplendorosa ciudad de Luma; ciudad regentada por la dama Coptán, hermana de la reina Arij de Afabria. Mientras herraba uno de sus caballos, Byron no podía dejar de sonreír. El abuelo Byron, no era un hombre sencillo, nada en su vida lo era; por ser, ni tan siquiera era un hombre al uso. Pues se trataba del hijo de un dios. Era un ser divino de aspecto humano, de tez morena, ojos oscuros de insondable mirada, cabello negro, no muy largo y algo alborotado y plagado de unas canas que otorgaban un aire de sabiduría al adusto rostro del que resaltaba un bigote perilla perfectamente perfilados en forma de candado y una pequeña cicatriz que le cruzaba la ceja izquierda. En aquel instante, se encontraba feliz. Feliz como hacía décadas no lo estaba. Aquellas mujeres lo hacían sentirse más vivo que nunca y resultaban ser el bálsamo que su cabeza requería para alejar la culpa y el remordimiento que todos los errores cometidos en un pasado no tan lejano despertaban en él. Por momentos, como aquel mismo, incluso lograban hacer que se olvidara de aquella hija que tuvo que dejar en Arabat y que disfrutase de los pequeños placeres que otorga la vida.

—No sabe cuánto me alegra verlo así de feliz, mi señor —musitó desde lo alto del carromato Tom, el gran cuervo parlanchín y negro como una noche sin luna, temeroso por pronunciar en voz alta sus sentimientos y de que el hecho arrancase la sonrisa del rostro de Byron.

—Di que sí, Tom —proclamó Yase con su habitual descaro cargado de socarronería mientras agarraba la pata del caballo para que Byron pudiese trabajar libremente sobre el casco. Un joven Yase de largos cabellos oscuros y lacios, rostro de facciones casi imberbes y del cual podía apreciarse una barba incipiente, piel morena curtida por el sol, ojos negros y talla atlética. —. Debe de temer que si lo vemos feliz pensemos que ya no vela por nosotros. ¡Ohh! Byron ha bajado la guardia… estamos sentenciados, Mordad nos va a atacar —continuó diciendo el joven con sorna y empleando un grotesco tono de terror.

—Cuántas veces te tengo dicho que no mentes al maligno. Pla… —intentó decir Byron imprimiendo énfasis a cada palabra por medio de la reproducción de ligeras sacudidas con el martillo que tenía en la mano.

—Vale, vale —se apresuró a decir Yase entre carcajadas y ante la amenaza que representaba el martillo—. Pero es la verdad. Es como si temieras que, por el hecho de verte feliz, lleguemos a pensar que te has olvidado de toda la responsabilidad que cargas a tus espaldas. Y no es así. Nos gusta verte feliz, ya ves, hasta el cascarrabias del cuervo te lo dice.

—Haré como si no hubiese oído nada —refunfuñó el cuervo Tom.

—Sí, por favor, si realmente gustáis tanto de verme feliz y queréis que lo siga estando, no iniciéis una de vuestras habituales disputas dialécticas —aseveró Byron esbozando una sonrisa desdeñosa.

—¿Ves lo que has conseguido? Ya lo has enfadado, Tom —le recriminó Yase al cuervo.

—¡Silencio! —exhortó Byron cuando estaba a punto de aplicar el golpe sobre el último clavo de la herradura.

No existió réplica alguna, hasta las tres mujeres dejaron de cantar y se detuvieron en su tarea para prestar atención, lo que le permitió al hijo del dios Endoval centrarse en aquella extraña percepción que había alcanzado a sentir por una pequeña fracción de tiempo.

—¿Qué ocurre Byron? —preguntó finalmente Imelda desde la orilla.

—Warkos —respondió Byron poniéndose en pie.

—¿Warkos? —inquirió Yase con una extrañeza que le empujó a retirar el clavo del casco y a soltar la pata del caballo para erguirse igual que Byron — ¿No se supone que esos malditos seres odian la luz del sol? —preguntó de nuevo mientras se rascaba la sien con la cabeza del clavo.

—Hay que prestar más atención a las enseñanzas de tu maestro—reprendió Tom a Yase mientras se echaba a volar desde lo alto del carromato—. Que odien la luz del sol, no quiere decir que no puedan actuar durante el día. —Sentenció una vez se posó sobre la cabeza del joven.

—Pues es la primera noticia que tengo —afirmó Yase con escepticismo y frunciendo el entrecejo.

—¿Me quieres decir que no conoces la toma de Arabat? —preguntó Tom empleando un delirante tono de indignación—. ¿Acaso nunca te han enseñado historia?

—No es momento para dar lecciones, Tom —reprendió Byron al cuervo—. Se dirigen al sur. Y la razón que los empuja no ha de ser banal, debe de ser una de extremada importancia. Esto no me transmite buenas sensaciones. Tengo que ir y ver qué trama Mordad.

—Deja que vista mi armadura y te acompañe —propuso el joven Yase con serio entusiasmo.

—Haces bien en ponértela. Pero no hace falta que vengas conmigo, tan sólo iré a ver qué traman, tan siquiera yo llevaré la mía —se negó Byron procurando no resultar grosero ante la petición del valeroso Guerrero Elemental del Cuervo y así no desalentarlo todavía más con su negativa—. Tú y Tom os quedaréis aquí. Tres mujeres solas, en este lugar, son las presas perfectas para cualquier mal nacido.

—Lo ves, Tom, siempre me tocan las tareas más aburridas de todas —refunfuñó Yase con pesar mientras arrastraba los pies para así encaminarse hacia el interior del enorme carromato.

—¿A mí me lo vas a contar? —apostilló el cuervo sin bajarse de la cabeza de Yase.

—A vosotros dos al final tendré que prohibiros que paséis tanto tiempo juntos —comentó Byron mirando como el joven subía las escaleras de madera y se perdía a su vista en el interior del hogar ambulante—. De tanto que lo hacéis, ya me empezáis a parecer iguales. —Sentenció alzando la voz para que Yase y el cuervo pudiesen oírlo.

—Y tú a nosotros nos pareces un aburrido mas no te decimos nada —dijeron al unísono Tom y Yase mientras este último asomaba la testa por la puerta y sentenciaba sus palabras contrayendo el rostro para así adoptar un gesto histriónico con el cual hacerle burla.

—Pero seréis…—comenzó a decir Byron cogiendo impulso para salir corriendo tras el joven guerrero y el lenguaraz cuervo.

—Son iguales a ti —intervino Imelda amarrándolo por el brazo justo a tiempo de evitar el que se lanzarse a por ellos. Alta, delgada en su constitución, avezada piel morena característica de las gentes de la fría Roca, cabellos oscuros que empezaban a clarear, rostro de facciones frágiles iguales que los de una rosa cubierta por la escarcha, Imelda era la mayor de las tres mujeres, la madre de Irís y la abuela de Lunaira, no obstante, a pesar de sus sesenta y tres años de edad, no aparentaba tener muchos más años que su hija o que el propio abuelo Byron, el cual, gracias a su divinidad, no envejecía y su apariencia era la de un eterno treintañero—. Tu aprendiz, Yase, seguramente lo has acogido porque te ves reflejado en él. Te recuerda a ti cuando eras joven. Y Tom… menudo es Tom. Pero eso ya lo sabes, pues fuiste tú quien ha traído a ambos hasta nuestras vidas. No obstante, no he venido a hablar de eso, así que cuéntame, Byron, ¿debemos de preocuparnos por esos warkos?

—Pienso que no, tan siquiera se dirigen hacia aquí —le respondió Byron con un dubitativo tono producto de la reflexión que acababa de formarse en su cabeza: Era la primera vez que alguien lo trataba como el anciano que realmente era. Y pensó que Imelda tenía razón, pues a pesar de su eterna juventud, su espíritu pertenecía al de un anciano cuentacuentos.

—Entonces, déjalo que vaya contigo —insistió ella—. No nos pasará nada. No todos sobre la Creación son bandidos, violadores, asesinos o sagineros. Todavía quedan seres buenos, ¿sabes?

—Tú deberías saberlo mejor que nadie —apostilló Irís desde la orilla del río. La hija de Imelda era de una simple hermosura, mediana estatura, lisos cabellos castaños, ojos verdes como el pasto y de generosas caderas —. Siente devoción por ti y no tiene que resultarle fácil verse excluido ante lo que para él será una aventura que correr a tu lado.

—Lo siento, pero no. Esto no va de correr aventuras, va de evaluar una amenaza del maligno —aseveró el hijo del dios Endoval—. Y éste tiene tantos siervos poderosos como ojos; en todas partes. —En algún momento de sus largas vidas, los hijos de los dioses habían sufrido el intento de ser embaucados por Mordad. Pero ese hecho todavía no se había producido en el caso de Byron. Fuera como fuese, hasta aquel instante, el Dios de Muerte parecía ignorarlo. No obstante, en aquella ocasión su espíritu de viejo cuentacuentos le advirtió que quizá había llegado el momento. Que todo aquello podría tratarse únicamente de un elaborado plan que terminase propiciando el que al fin se viesen las caras—. Cuando hay warkos de por medio, antes de actuar, lo mejor es observarlos para poder adoptar todas las precauciones posibles. Estos no salen a la luz sin ningún motivo, sólo cumplen órdenes de su amo.

Puede que tú, estimado lector, llegues a pensar que ésta se trata de una historia de warkos. Que te narraré cómo Byron enfrentó estos seres de pesadillas, de eterna vigilia, de oscura leyenda, y si salió derrotado o victorioso de tal invite. Pero no es así. Éste, no es un relato que habla sobre tal efeméride. Realmente, lo que has leído y seguirás leyendo, es una historia muy importante dentro de la encrucijada que forma la Leyenda, que te ayudará a seguir creando conjeturas o atando cabos, una historia que ha sido omitida por Yase en su encuentro con Thelmes y Corín por mero interés y que sólo podrás leer aquí, ya que ésta, como muchas otras, no se encuentra plasmada dentro de las páginas de La Leyenda de…

Frustrado, a causa de la nueva negativa de Byron y sintiéndose como el crío al que sus padres obligan a realizar una aburrida tarea, Yase, desde la orilla y enfundado en su negra armadura del cuervo, se entretenía arrojando pequeñas piedras de río contra Tom. Aquel juego, que contaba con la complicidad del propio ave, se había convertido en algo casi habitual; en una forma que tenía el joven de descargar la constante frustración que sentía ante las numerosas negativas recibidas por parte de Byron.
Quizá, puede que pienses que Yase era cruel por tirarle piedras a Tom. Pero la realidad no era esa. Quien fuera el que pudiese ver aquel juego, no pensaría lo mismo. Realmente el cruel era el cuervo. Pues tras cada ocasión errada, empleaba toda clase de burlas y sus típicas frases socarronas sobre el joven. Hecho que se había convertido en una constante. Ya que, hasta el momento, nunca había logrado alcanzarlo.
Podría decirse que aquella era una tarde más dentro de aquel otoño que acababa de iniciarse en el transcurso del año 1424; Byron se marchaba a tratar sus asuntos y dejaba al joven malhumorado y a Tom con las tres mujeres. Y no es que Yase se sintiese a disgusto con ellas. Ni mucho menos. Al fin y al cabo, ya no sentía aquella soledad que le proporcionaba el no tener a nadie sobre la Creación. El asunto, realmente era que creía estar enamorándose de Lunaira. Algo en su interior se despertaba cada vez que la veía, cada vez que la escuchaba hablar o cantar, que la sentía aproximarse gracias al sonido característico que reproducían sus pasos, que la tenía cerca, que podía oler el agradable olor que desprendían sus largos y oscuros cabellos. Y eso lo atormentaba. Sentía que, si se abría al amor, le estaba fallando a Byron, a aquel al que debía tanto. Por lo que necesitaba alejarse, separarse de la muchacha para poder olvidarse de ella durante un rato y poner su cabeza en orden.

—El Areal se congelará antes de que consigas darle —dijo Lunaira sentada en las escaleras del carromato tras observar como Yase volvía a errar en su empeño por alcanzar al cuervo con una piedra. La hija de Irís era una hermosa joven de quince años de edad, de piel tostada, de cabellos morenos, de ojos verdes, esbelta figura y de una bondad y una pureza como ninguna otra sobre la Creación—. Tú no eres quien toca a Tom, siempre es Tom es el que te toca a ti.

—Hablando de tocar… vete a tocarle la moral a otro y déjame en paz —farfulló malhumorado Yase.

—¿Por qué siempre eres tan desagradable conmigo? —inquirió Lunaira molesta.

Por un instante, Yase, dudó en decírselo, si revelarle la verdad: Que estaba enamorado de ella. Que la razón por la cual, siempre, se mostraba despectivo, no era otra que la del deseo de no fallarle a Byron. Que la perdonase, pero que no conocía otra manera posible para mantenerla alejada; de evitar caer rendido a sus encantos, de impedir expresarle su amor. Por ello, mientras su alma se desgarraba, procurando dibujar un gesto de repugnancia en su rostro, le dijo finalmente:

—Y tú, ¿por qué no me dejas en paz? Métete dentro niñata. Tu abuelo volverá de un momento a otro y como te vea aquí fuera yo seré el que se coma la reprimenda.

—Discúlpeme, joven —escucharon Yase, Tom y Lunaira como un hombre al que no habían sentido acercarse les decía tímidamente desde el cercano camino de tierra que lindaba con la orilla de aquel margen del río—. Siento mucho la intrusión y el tener que verme obligado a intervenir antes de que vuestra discusión vaya en aumento.
Aquel hombre de avanzada edad, delgado como una vara, de rostro enjuto y piel apergaminada y quemada por el sol, que vestía ropajes oscuros y una remendada capa, no le transmitía ninguna confianza a Tom y así se lo hizo saber a Yase hablándole directamente desde el interior de su cabeza:

—«No podemos fiarnos de él, no he escuchado sus pensamientos ni he sentido su presencia. Aun ahora, teniéndolo ante mí, no capto nada, es como si no existiese. Entiendo que al menos debe de tratarse de un Guerrero Elemental. Pero creo conocer a todos y éste no me suena de nada. Por ello, debemos extremar las precauciones. Recuerda lo que siempre nos dice Byron: el mal tiene diversas formas y, salvo en el bosque del Lobo, puede inmiscuir su mirada en cualquier rincón de sobre la Creación.»

—Me llamo Ladrouf—dijo el desconocido para así presentarse—. Me dirigía a Afabria cuando unos asaltantes de caminos me han robado todo lo que tenía. Y como no daré llegado al pueblo más cercano antes de que me alcance la noche, me preguntaba si podían ser tan amables y me permitirían pernoctar con ustedes. Imagínense si vuelvo a cruzarme con ellos u otros en mi camino, nada podría darles salvo la vida. ¿Van a permitir eso?, seguro que no. Se les ve buenas personas, sobre todo a usted, el Guerrero Elemental. Tratándose de uno tiene que serlo.

—¿Qué sabes tú de los Guerreros Elementales? —inquirió Yase de malas maneras, para así mostrarse descortés y desconfiado.

—Que son seres excepcionales y extremadamente poderosos que portan peculiares armaduras, que la bondad reside en sus corazones y que siempre, siempre, están dispuestos a darlo todo por los demás —razonó el hombre reproduciendo tímidos pasos para acercarse al carromato.

—Si sabes de lo que somos capaces, por tu bien, te aconsejo que no des un paso más. De lo contrario lo lamentarás—lo advirtió Yase adoptando una posición de combate—. No eres quien dices ser, e intentas tomarme por estúpido. No he sentido como te acercabas. Dime, ¿quién eres realmente?, sólo un dios o un experto Guerrero Elemental puede ocultar toda su energía, todo su poder, como tú has hecho.

—Tú tampoco eres quien dices ser —replicó Ladrouf realizando un fugaz movimiento de su mano izquierda, a través del cual lanzó una oscura flecha metálica que se clavó en el hombro izquierdo del Guerrero Elemental del Cuervo—. Sé que no eres tú el que me toma por un hombre vulgar, sé perfectamente que ese cuervo te lo ha dicho… ¿Verdad Tom? Tú no podrías detectar la energía de nadie, ni aunque la hiciese explotar ante tu cara.

Mientras Yase caía herido, Tom, en un alarde de pura intuición salió volando de sobre la roca en la que permanecía contemplando el devenir de los acontecimientos y agitando sus alas creó una barrera de energía entre ellos y Ladrouf. Nada pudo evitar que el joven cayese de espaldas contra el agua. Pero al menos, momentáneamente, aquel hombre no podía acercarse a ninguno de los tres.

—Tú, la que se hace llamar Lunaira, ¿qué relación guardas con los dioses? —preguntó Ladrouf de forma distraída mientras palpaba con sus manos la sólida barrera que le cortaba el paso.

La muchacha no sabía por qué aquel anciano conocía su nombre, jamás lo había visto en su vida, y mucho menos, la razón por la que había atacado a Yase. Desconocía por completo qué estaba pasando. Por lo que expectante, mientras rogaba para que el discípulo de su abuelo se encontrase bien, permaneció en silencio.

—¡RESPONDE! —gritó el hombre golpeando con su mano derecha la barrera de energía, la cual comenzó a desquebrajarse y terminó saltando por los aires en mil pedazos como si se tratase de una volátil y espectral pantalla de cristal.

Alertadas por aquel grito, Imelda e Iris salieron del interior del carromato para ver qué ocurría. Y al hacerlo, lo que sus ojos le mostraron les heló la sangre: Agua y metal, aquellas palabras que una vez le había dicho Juyá a Nithael, se hicieron patentes nuevamente y una imagen del mismísimo Mordad, saliendo del agua, atrapó a Yase por el cuello para ahogarlo hundiéndole la cabeza en el agua.

—Habla o lo mato ahora mismo —exhortó Ladrouf de malas maneras.

—Ella no te dirá nada —pudieron escuchar todos como la atronadora voz de Byron irrumpía proveniente desde los cielos.
Tras aquellas palabras, la cálida y magna creación de Agní, la inmensa bola de fuego que es el sol y que ya había iniciado su descenso sobre los cielos para culminar su ocaso por el oeste, pareció explosionar. Por unos instantes aquel remoto páramo a orillas del río Oluye se bañó bajo una intensa luz que cegó a aquellos cuyo rostro permanecía cara el sol. Nada podían ver. Tan poderosa y brillante resultaba ser aquella luz, que incluso con los párpados contraídos tuvieron que girar sus rostros y taparse los ojos como pudieron. Por ello nadie lo vio y no fueron conscientes: Byron se apareció surgiendo de la nada al lado de Yase y ejecutando una fugaz acción clavó su espada de mármol blanco en el corazón de la imagen que tomaba al joven por el cuello y lo ahogaba en las aguas. Para a continuación, en menos de lo que tarda en producirse un latido del corazón, arrojar una enorme bola de fuego con la espada sobre aquel que hacía llamarse Ladrouf con intención de encerrarlo en su interior como si de una gran jaula esférica e incandescente se tratase.

—¿Te encuentras bien muchacho? —le preguntó Byron finalmente a Yase mientras enfundaba su espada de mármol en una vaina que portaba a su espalda y observaba como la jaula de fuego envolvía a Ladrouf impidiéndole realizar cualquier tipo de movimiento.

—Sí, estoy bien, gracias por tu interés, Byron —respondió Yase tras ponerse en pie y arrancándose la flecha del hombro—. No era necesario que volvieses, ya tenía controlada la situación, tan sólo estaba tanteando las fuerzas de ese desgraciado. Así que libéralo y déjamelo a mí, es hombre muerto…

—No puedes matar a la muerte, jovencito —comentó Byron.

—¿Me estás intentando decir que ese andrajoso es Mordad? —inquirió Yase con escepticismo.

—Jamás te dejes engañar por las apariencias. Algo me dice que estamos ante el mismísimo Rey de la Muertos. No obstante, aunque se tratase de una ilusión como la que te estaba ahogando, o de una sombra*, todavía no estás preparado para enfrentarlo. —Dijo esto último mientras pasaba la mano por encima de su hombro, se lo curaba y hacía desaparecer todo rastro de herida del hombro.

—¡Buf! —resolló Byron con un dolor que no expresó en ningún otro instante—. ¡Mi hermosa armadura! —dijo a continuación mientras miraba con pena el agujero que había quedado en ella.

—La armadura de un Guerrero Elemental guarda varias cualidades en su interior. Entre ellas, está la peculiaridad de que pueden auto repararse. De curarse por así decirlo. No has de preocuparte. Es más, ahora será un poco más poderosa que antes. Pero no pienses en ello, hay temas más importantes en los que has de centrar toda tu atención. Imelda, Irís, Lunaira, rápido, venid —llamó por las tres mujeres—. Tom y tú debéis de iros con ellas, id río arriba. Podríamos irnos todos, pero de nada serviría, es capaz de seguirnos. Yo he de quedarme a enfrentarlo, es a mí a quien busca, así que prometedme que pase lo que pase no volveréis para ayudarme.

—Ahora lo entiendo —musitó Mordad fascinado desde el interior de su cárcel de fuego y presa de una tremenda atracción que lo empujó a permanecer expectante, impasible, observando como Tom y los demás marchaban río arriba.

—Me preguntaba cuándo llegaría este día —dijo Byron una vez se quedaron los dos solos—. El día en que te presentarías ante mí como has hecho con el resto de los hijos de tus hermanos. Te tenía por alguien más calculador, más cabal, pero veo que no. Atacar a mis seres queridos no es la mejor de las maneras para embaucarme, Mordad.

—No he venido a embaucarte, sobrino, hoy no —respondió aquel hombre antes de desaparecerse del interior de la esfera de fuego—. Si hubiese sospechado que terminarías convirtiéndote en alguien tan poderoso, ya lo habría intentado mucho antes y por todos los medios —dijo a continuación apareciéndose a escasos metros ante Byron—. Ten por seguro que te habría buscado como he hecho ahora. Pero nunca me habías interesado. Reconozco que una vez en el pasado, cuando supe de tu nacimiento, sentí curiosidad por ti… que me preguntaba por qué razón Juyá y Endoval querían ocultarte a mis ojos, por qué razón no podía verte o sentirte. Pero llegué a la errónea conclusión de que querían mantenerte alejado de mí por lo que eras, por ser la madera, el hijo del más débil de todos los hermanos. Que lo hacían únicamente por protegerte, porque eran conscientes de que no me costaría nada acabar contigo y hacerme con tu poder. Y cuando te vi por primera vez a través de los ojos de mi hijo, me convencí de que la razón era esa. Gozabas de valor y una gran astucia, he de reconocerlo, pero tu poder era ridículo, eras un alfeñique que tan sólo podía convertir en madera lo que tocaba. Pero hoy veo que estaba equivocado, tan equivocado como lo estás tú ahora. Pues piensa sobrino, si realmente hubiese querido algo de ti, resultaría ilógico el tenderte una trampa para alejarte.

La realidad golpeó de repente a Byron. Las palabras de Mordad lo contrariaban, no entendía a qué hacía referencia cuando había dicho que Juyá y Endoval lo ocultaban a sus ojos y además, tenía razón, si hubiese querido algo de su persona no lo habría alejado de aquel lugar. Y fue el hecho de ser desconocedor de algo que el maligno parecía conocer, lo que lo empujó a sentirse como un estúpido y lo que le impidió decir ni una sola palabra.

—¿Cómo?, ¿no me digas que no lo sabes? —inquirió sorprendido Mordad ante el silencio de Byron.

—¿Saber el qué Mordad? —preguntó finalmente Byron de forma austera.

—De modo que es cierto, no lo sabes —dijo Mordad empleando un deje de maligna presunción—. Desconoces que ese entrometido cuervo, esa muchacha y tú sois como una especie de bosque del Lobo. Que semejáis ser una extensión de bosque que pertenece oculta a mi vista y es indetectable a mi poder. Creí que lo sabías, que mis hermanos te lo habían dicho. Pero veo que no es así. No sé de qué me extraño…, típico de Juyá.

—Esa no es la cuestión, Mordad, no importa el que me hayan dicho o dejado de decir —replicó Byron procurando guardar la calma—. Lo realmente importante es qué has venido a hacer. Y si es cierto lo que dices, ¿cómo nos has encontrado?

—Está bien, sobrino, para que veas que en las leyendas le atribuyen de forma errónea la fama de ser un dios mentiroso y manipulador al dios equivocado, que ese lo es realmente Juyá, seré condescendiente contigo y te lo contaré:
>> Hace unos días, he tenido una serie de visiones. En ellas, salía esa muchacha. Cuando la vi, creí estar reviviendo una escena del pasado; una especie de lo que vosotros llamáis sueño. Pero luego comprendí que no. Que lo que veía era el dolor de ese joven al que llamas Yase. El sufrimiento que lo acompaña, porque la ama y no puede expresárselo, me lo mostró. Y mira por dónde, después de tanto tiempo, también te vi a ti, al hijo de Endoval. Os vi a los dos por medio de los ojos del desdichado enamorado. Por eso he venido. Para comprobar si realmente era cierto que ella existía o si se trataba todo de un juego más de Juyá.

—No sabe nada y no forma parte de la eterna guerra que mantienes con tus hermanos. Te advierto, Mordad… no la metas en esto. Olvídate de ella, nunca has sufrido esa revelación, el día de hoy no ha existido y jamás la has visto —apercibió Byron al dios de la muerte y el metal, como si de una orden se tratase, mientras lo apuntaba con el dedo índice de su mano derecha.

—¿Qué haces sobrino? —preguntó Mordad con sarcasmo—. ¿Tan desbordado te encuentras y tan desesperado te ves que intentas hacer de menos semejante obviedad? Puede que seas muy poderoso, pero todavía desconoces muchos aspectos, ¿acaso crees que puedes controlarme o manipularme? ¡Por favor! —exclamó a continuación en un tono más serio y cargado de repulsa—. Yo no soy un vulgar susurrante. Piensa, si pudiese ser subyugado o manipulado de alguna forma posible, si un poder lograse vulnerar mi divinidad, ¿no crees que mi querido hermano mayor ya lo habría intentado? Jamás un susurrante puede controlar la voluntad de un dios. Deja de intentarlo y dime, aquí y ahora, si no quieres ver como hago que el río se desborde y provoque el que engulla y ahogue a los cuatro… ¿qué es para ti Lunaira?

—Ni se te ocurra —bramó Byron apretando los dientes de rabia, pues sabía que Mordad podía controlar el elemento del agua a su antojo y que no se trataba de una bravuconería.

—¡Ohhh!, ¡ya veo! —exclamó Mordad sorprendido—. Por eso no estoy sintiendo a mi hermana a tu lado. Dime, sobrino, ¿de cuántas cosas más eres capaz? Reconozco que he cometido un grave error; nunca debí de subestimarte. Cada instante que pasa veo más claro hasta qué punto me equivocaba contigo. Pues resulta que al único de los hijos que ignoré todo este tiempo, resulta ser realmente el único por el cual debí preocuparme. Eres de todos el que más se parece a mí, ni mis propios hermanos, ni mi hijo, se asemejan tanto. Ahora que te tengo ante mí, y siento tu ira, puedo leerte como un libro abierto. Y me pregunto, ¿por qué? No entiendo por qué no erradicaron en ti todo signo de maldad, de odio, de ira, tal y como han hecho con el resto de hijos. No entiendo cómo han podido dejar en ti el mismo halo de maldad con el que impregné a tu padre y a todos los demás. Realmente, eres impresionante. Y seguro que ella también lo es. Tiene que serlo. De lo contrario, jamás la habrían ocultado al igual que hacen contigo. Puede que no sólo haya sido yo el equivocado, y que Juyá también lo esté. Hoy no habrá confrontación. No, sobrino. No intentaré embaucarte o quebrar tu alma para arrastrarte al mal aquí y ahora. Te dejaré en paz por el momento. Pero no te preocupes, ahora que conozco tu debilidad, tu mayor miedo, puedo asegurarte que volveremos a encontrarnos. Ya lo hice una vez… y no me costará volver a hacerlo. Nos vemos pronto, hijo de Endoval. —Sentenció el dios de la Muerte.

Tras aquellas palabras, Mordad, abandonó el aspecto humano con el que se había presentado, adoptó su característica apariencia metálica bajo la cual cubría su rostro con la oscura máscara cadavérica de la muerte y desapareció de la escena dejando a Byron sumido en una mezcla de exasperación, preocupación e impotencia.
Una amenaza mucho mayor que la escenificada en la persona del rey Irador de Arabat acababa de sacudir sus vidas, provocando que toda la estabilidad y la tranquilidad de la que gozaban hasta el momento se desmoronasen. Ya no podían seguir vagando por la Creación llevando el espectáculo de magia de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta, Yase ya no podría seguir viviendo con ellos y tendrían que buscar asentamiento y crearse unas nuevas vidas en un lugar seguro; un lugar donde la mano metálica de Mordad nunca había logrado internarse y en el que Irador jamás se atrevería a buscarlos.

*Una sombra es el cuerpo de alguien que ha muerto bajo la Falange de la Extinción y del cual Mordad se apodera para manejarlo desde su interior como un muñeco de teatrillo.